
x Omar Dianese
Tal vez la ciudad empezó a resultarle extraña. Con tantos cambios, con hábitos y costumbres depositados definitivamente (¿definitivamente?) en el arcón del olvido. Y siguió haciendo lo que supo hacer en esta vida. Buscar y buscar. Entre revoltijos y antigüedades. Siempre con el propósito de verse reflejado en la sonrisa de los otros. Yugándola bajo el sol o la llovizna por un rato de alegría que le dé fuerzas para seguir. Siempre la dicha de la gente. Grandes y chicos. Esa fue su obsesión en este mundo.
Seguramente habrá encontrado en la eternidad algún barrio acorde a la ternura. Ahí andará. Como transitó estas calles. Desde Caminito a Plaza Dorrego. En Lavalle o Plaza Francia. Con su música brotando de su amado instrumento. Uno los imagina en un paseo despojado de cansancio. Regalando tarjetitas con versos de colores. Emergiendo entre el asombro. Contando historias de un lugar habitado de poetas entrañables. Una Buenos Aires lejana en el tiempo y la distancia.
Modelado en la simpleza, en la profundidad de las palabras que reposan en el alma. Con su mirada que envuelve primaveras. Con su clásico rancho en la cabeza.
Entonces uno se acuerda de Carriego. Y despierta el recuerdo adormecido en la memoria. Hasta reencontrar en su inspiración el ritual incomparable de la inocencia organillera.